Juan Ibarlucía recuerda sus dos viajes a Sudáfrica, uno de niño, con el Apartheid vigente, y otro 20 años después a los los suburbios de Ciudad del Cabo, el día de la renuncia de su primer ministro.
Fotos por Luciana Serrano
I
Johannesburgo, Gauteng 1997
Una camioneta en algún lugar de Braamfontein, Johannesburgo. Tengo 8 años y estoy en Sudáfrica viajando con mis abuelos y mi hermano mayor. El guía, un español blanco mudado de las costas ibéricas atraído por la fiereza del paisaje africano, dice “son tiempos optimistas, Mandela ha refundado el país”. Fascinado por la belleza y exuberancia de que se desenvuelve ante mis ojos, me quedo callado e inmóvil contemplando el exterior desde la venta de la camioneta que nos transporta. La escena, fija para siempre en la memoria de mi abuela materna, volverá a ser contada una y mil veces.
21 años después, mi abuelo murió y mi abuela tiene 91 años. En cada cena, ante la simple mención de nuestro viaje sudafricano, sus ojos se prenden, comenzando así el preludio a una serie de anécdotas sospechosas. En su memoria, me doy cuenta, los hechos se entretejen con ficciones propias e importadas, horas de novelas televisivas, películas y radio teatro. La miro y siento pena. Algún día, si vivo lo suficiente, terminaré así: preso en un laberinto de mitos y sombras, asistiendo a la reducción de mi vida a un manojo de diez – no más – recuerdos fundamentales. Sudáfrica, con el tiempo, será para mi la tierra del mito primario, la semilla de aquello que me constituye fundamentalmente distinto a mi familia.
II
Salt River, Western Cape, 2018
Por la noche, Ciudad del Cabo se sume en un silencio completo apenas interrumpido por el murmullo del viento marítimo sacudiendo las ventanas y los techos. Desde la ventana de mi habitación en Salt River – suburbio Cape Malay del sur de la ciudad – observo el espectáculo de avenidas vacías y ocasionales bandidos piraña. Acá, como en muchas ciudades de criminalidad rampante, la población abandona las calles apenas cae el sol, cediendo terreno a los vampiros y malandros. Mi cuadra, durante el día poblada por mujeres trabajadoras y chicos jugando a la pelota, se apaga definitivamente. Luciana duerme, su trabajo es agotador y está razonablemente cansada. Por mi parte, ocupo el tiempo mirando documentales sobre el ANC – el partido independista sudafricano por excelencia. Anoto nombres de dirigentes: Kgalema Petrus Mothlante, Matamela Cyril Ramaphosa, Gwede Mantashe, Oliver Reginald Tambo. Googleo, abro pestañas y sub pestañas. Abro diarios, Cape Town News, South African Journal: “Jacob Zuma – presidente de Sudáfrica – renuncia acorralado por denuncias de corrupción”. Miro a Luciana e intento despertarla sin éxito. Apago el velador y me voy a dormir.
III
Sun City, Northwest, 1997
Mi hermano Sebastián tiene siete años más que yo. Él es apenas un adolescente, pero para mis ojos es una suerte de gigante, mi compañero de aventuras favorito. Estamos estacionados en Sun City, un complejo hotelero gigantesco ubicado a 200 kilómetros de la frontera con Botswana. Mi abuelo, un trabajador joyero devenido empresario, posee la impunidad gastadora propia de quién ha conocido las privaciones. El dinero, solía decir con su ateísmo característico, se gasta en vida: “De poco sirve ser los más ricos del cementerio”. Este viaje no es otra cosa que su gran fantasía final: Él, junto a su amor de toda la vida y sus nietos varones, en un palacio en el medio de la selva. Safaris privados, pileta olímpica, festines pantagruélicos. Él se lo ha ganado, piensa. Su prepotencia no conoce límites y – desde luego – ¿Quién puede convencer a un tipo de Villa Elisa que crece viendo a la Gioconda en una lata de duraznos en Almíbar y leyendo novelas de aventuras, que no tiene razón, que no es invencible, cuando absolutamente todas las fantasías de su vida han sido satisfechas? ¿Cómo no sentir vértigo cuando la distancia entre el punto de origen y el punto final es oceánica, infinita, incomparable?
En cualquier caso, tal reflexión es aún muy lejana para mi hermano y para mi. Por lo pronto, nos concentramos en una ruta secreta que conecta nuestro hotel con un parque acuático. Sin decir nada a nuestros abuelos, nos escabullimos todos los días por un sendero espeso lleno de árboles, insectos y monos. El camino es largo pero somos recompensados cuando, atravesando las dificultades, vemos aparecer toboganes, montañas rusas de agua y piletas sin horizonte. Nadamos, jugamos y luchamos. Hacemos piruetas y nuevos amigos. La diversión es infinita, inagotable. Un mar de niños blancos en una montaña privada, supervisados y atendidos por un ejército de jóvenes adultos negros. El paraíso de la desigualdad, ni más ni menos.
IV
Lwandle, Eastern Cape, 2018
Durante el Apartheid, el estado se abogaba el derecho a decidir la composición étnica del tejido urbano. Así, había áreas para whites only y zonas para uso exclusivo de los negros. El andamiaje ideológico de este régimen ominoso era la teoría del desarrollo diferenciado, la concepción según la cual negros y blancos son tan esencialmente distintos, que preciso es aislarlos. El confinamiento, por supuesto, está reservado para los negros. Los blancos se brindan a si mismos viñedos, montañas y playas paradisíacas. La tierra, asumen con seguridad, es para su disfrute. El espacio es generoso, abundante, pleno. Los negros, por el contrario, viven hacinados en territorios mínimos, apilados uno sobre otros, lejos del agua y de los recursos exuberantes que esta tierra sabe regalar. Estas cuadrículas devienen en villas, luego en pueblos y – a veces – también en ciudades precarias. Townships, que les dicen acá. Hoy – a través del trabajo de Luciana – visitamos Lwandle.
La historia de este asentamiento es particularmente interesante. Los blancos eran los custodios de esta área, pero precisaban de empleados negros para mantener sus hogares y campos. Por tal motivo, designan un área mixta, de acceso exclusivo a sus obreros, trabajadores y caseros. Los alojan en “hoteles”, que no son otra cosa que casas mínimas donde viven hacinados. Los trabajadores comienzan, con el tiempo y en forma clandestina, a traer a sus mujeres e hijos. Los esconden debajo de la cama o adentro del ropero. Son capturados por las autoridades y comienza así un ciclo infinito de expulsión y re ingreso. A la larga la vida se impone y las mujeres se instalan para acompañar a sus maridos. Múltiples familias coexisten en habitaciones colectivas. Lwandle comienza a poblarse y para la caída del apartheid el área es ya un barrio de dimensiones significativas.
Hacemos una recorrida por el museo del área y la coordinadora nos cuenta su lucha con un dejo de melancolía. En su origen, el proyecto estaba integrado a los circuitos turísticos de numerosas empresas privadas. Los turistas vendrían a conocer la zona y su historia. Comprarían comida y bebidas, recuerdos y memorabilia. Sin embargo, la criminalidad ultra violenta del Western Cape y el estigma histórico asociado con el área han expulsado a las compañías, que prefieren llevar a sus turistas blancos a conocer el paisaje indómito de Camps Bay, esa joya natural donde el océano índico acaricia las montañas y los bosques. En cualquier caso, el museo es realmente bueno. Se nota el amor y la dignidad puesta en cada detalle. Al terminar salimos a recorrer el barrio.
El paisaje es desolador, aunque no necesariamente sorprendente para un argentino que haya ingresado a una villa alguna vez. Casillas de chapa amontonadas. Calles de tierra. Animales desmembrados al costado de pequeñas parrillas informales. Chicos por todos lados. Madres solas de 16, 17, 18 años. Adolescentes jugando al fútbol. Laburantes de mirada digna y cansada. Con Luciana conversamos en español. “Esto me hace acordar a Solano”, dice ella. “Si, o a Puerta de Hierro” contesto.
Los días pasan y seguimos conversando sobre Lwandle, pensando lo que vimos. Con el tiempo se revela una sutil diferencia. En la Argentina, las villas son la imagen misma de la subsistencia. La primacía de la vida allí donde la sociedad y el estado se retiran. La gente reclama para si los espacios vacíos, los habita. Los hace suyos. En Sudáfrica, los townships son áreas diseñadas por el estado. Supervisadas y monitoreadas; abundantes en patrulleros privados. Esta precarización planificada – entiendo súbitamente – no corresponde a la lógica amorfa de la subsistencia, sino al orden jerárquico y brutal de un campo de concentración.
V –
Confusion
in me and around me
confusion. This pain was
not from the past. This pain was
not because we had failed
to understand
this land is mine
confusion and borrowed fears
it was. We stood like shrubs
shrieveld on this piece of earth
the ground parched and cracked
through the cracks my cry
(Random notes to my son, Keorapetse Kgositsile)
VI – Salt River, Febrero 2018
Arno es un hombre de unos cincuenta y tantos años. Su rostro cansado arroja pistas de antecedentes malayos y negros. Arno es coloured, un adjetivo grotesco utilizado en Sudáfrica para designar a la población mestiza, particularmente aquella descendiente del tráfico de esclavos del océano índico: indonesios, malayos, indios, paquistaníes. Sudáfrica supo ser un puerto destacado para dicho tráfico y sus consecuencias son visibles para cualquier visitante. 9% de su población es coloured y el número asciende al 45% en Cape Town, centro cosmológico de la fascinante cultura Cape Malay. Arno coordina un centro comunitario multi propósito. Por las mañanas brinda desayuno a los chicos en situación de calle. Al mediodía ofrece un almuerzo gratuito para los vagabundos y adictos del barrio, a quienes intenta rescatar a través de largas conversaciones y consejos. Arno sabe perfectamente de lo que habla. El fue un sin techo, un adicto y también un presidiario durante 12 años. Su particular experiencia de vida le brinda un punto de vista absoluto acerca de los problemas que azotan a su comunidad. Habla con simpleza y claridad. Sus formulaciones son directas y expeditivas, auténticas llamadas a la acción. Durante mi estadía en Salt River, Arno y yo nos veremos todos los días, construyendo un vínculo tímido.
En la última jornada de mi estadía, me reúno informalmente con Arno en la puerta del centro comunitario para conversar sobre un programa que está desarrollando. Su idea es excelente: Quiere reunir a los muchachos del barrio e integrarlos a través de un ensamble de música. Bien lejos de cualquier formulación colonial del tipo “Los pobres que tocan música clásica”, Arno quiere que escriban y toquen sobre la vida en el barrio. Consiguió una donación generosa de instrumentos musicales y su acopio produce un instrumental que es la fantasía de cualquier grupo trap posmoderno: Batería electrónica, marimba, un portaestudio Tascam de los 80, una guitarra Jackson de segunda mano y varios teclados. Arno, a su manera, cree en el poder de la reminiscencia para la creación artística: “Ellos ya tienen lo que hace falta, tienen las historias, tienen la actitud, es cuestión de que se animen, de que crean en lo que tienen para contar”. Mientras charlamos se acercan jóvenes y viejos, todos negros, todos adictos con secuelas severas. Piden comida, techo o un mango para comer. Arno los reta y los pone en horma, les pide que esperen, que está ocupado y que vuelvan en unas horas. Retomamos la conversación y él prosigue su desarrollo. En un momento dejo de prestar atención a sus palabras. El sol es impiadoso y el asfalto ardiente emana un olor brutal. Los perros, estacionados en la entrada de la plaza que precede al centro comunitario, se levantan quemados en busca de sombra. Las carpas, habitaciones callejeras de muchos de los vagabundos, se vacían. A lo lejos llega el sonido de los chicos jugando en el colegio cercano, como un murmullo dulce de vida, como un beso del océano.
Nota excelente!!! Bellísima y descarnada descripción. Gracias por publicarla Walden. Susana
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